12/11/12

El general Jaime Salinas y el 13 de noviembre de 1992

El periodista Pedro Salinas recuerda en su columna “13-N: Veinte años después. Un testimonio de parte” el intento de insurrección del general Jaime Salinas Sedó el 13 de noviembre del año 1992.
Pedro, quien entonces colaboraba con el diario Expreso y conducía un programa político en Antena Uno radio, relata su participación en la búsqueda de entrevistas exclusivas, las mismas que fueron posibles gracias a su parentesco con el general Jaime Salinas Sedó.
Reproducimos la columna publicada en el blog La voz a ti debida
Tomada de la mula.pe.- Fue así. Me enteré en la misma mañana, muy temprano, en un hotel sanisidrino, frente al parque Roosevelt, donde se estaba realizando un foro sobre democracia y no sé qué, que organizaba la Comisión Andina de Juristas, que presidía Diego García Sayán.
Ahí, a un lado de la recepción del hotel, durante el primer café del día que me tomaba con Laura Puertas, una de las periodistas de pecho insolente que asistía al evento, y pocos minutos antes de ingresar al auditorio, se nos acercó un acelerado y eléctrico Pedro Planas para comentarnos lo que había ocurrido.
- ¿Ya se enteraron? -preguntó.
- ¿De qué? -replicamos Laura y yo, a coro, en plan dúo Pimpinela.
- Hombre, pero si se trata de tu tío -dijo Pedro mirándome con sus ojos grandotes y manteniendo la intriga.
- De qué tío me hablas, oye, habla claro -dije cortante como para que vomitara la noticia de una vez por todas. Pero así era mi tocayo. Le gustaba jugar al misterio.
- Ya, pues, desembucha -añadió Laura.
- ¿Jaime Salinas Sedó no es tu tío? -siguió Planas.
- ¿Qué pasa con él? -dije.
- ¿De verdad no lo saben? –interrogó, rozando ya la antipatía.
- Ya, carajo, no seas pesado -dijo Laura.
- Ayer en la noche han arrestado al general Jaime Salinas Sedó y a un grupo de oficiales que iban a contragolpear a Fujimori -soltó por fin Pedro con una entonación dramática, al estilo Orson Wells. Y Laura y yo nos quedamos fríos, lelos, turulatos. Groguis.
“¿Qué, quiénes, cómo, cuándo, cuántos?”, soltamos en un tris y como ráfagas todas las interrogantes que se suelen hacer cuando estamos ante una noticia importante. Y se las soltamos así, de sopetón, como quien recita un poema de Vallejo con la vejiga hinchada y a punto de explotar.
En realidad faltaba una: “¿Por qué?”. Pero esa era innecesaria. Desde el día 5 de abril de ese año, 1992, se vivía bajo un poder usurpador, de facto, que pretendía legitimarse con unos comicios que iban a realizarse en escasas semanas. Ergo, la razón de la rebelión estaba justificada y hasta contemplada en la Constitución de entonces, que era la de 1979.
Pero a lo que iba. De ahí, con la poca información que nos proporcionó Pedro -quien había sido dateado, a su vez, por Paco Igartua, director de la revista Oiga, y quien a su vez tenía la noticia de primera mano porque Jaime Salinas, después de su captura, logró llamar a Oiga para advertir sobre lo sucedido-, de ahí, decía, salimos Laura y yo a hacer algunas llamadas, a telefonear a diversos contactos que podrían tener algo más de información. Planas también hizo lo mismo, y llamó a Oiga para saber si había novedades.
Jamás, como adivinarán, llegamos a entrar al foro de la Comisión Andina de Juristas. Jamás. Nos quedamos en el lobby del hotel, llamando desde los celulares a periodistas amigos, a fuentes militares, a nuestros respectivos medios (yo colaboraba entonces con Expreso y conducía un programa de radio en Antena Uno, junto a César Lévano) para que Danitza Palomino, nuestra productora en la emisora, vaya convocando a analistas y políticos para hablar sobre el tema.
Fue una mañana histérica. Literalmente, de locos. Casi, casi de manicomio. Beto Ortiz, quien trabajaba en aquella época en Caretas, me llamó esa misma tarde para verificar el dato de mi parentesco con el general rebelde y me pidió fotografías para publicarlas en la portada de la revista. Es en ese momento, creo, en el que doy un paso delante de la mera curiosidad periodística y me termino involucrando en una causa que va a durar como tres años y medio.
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Jaime Salinas Sedó no era mi tío, como creía Pedro. Era mi primo hermano. Y lo era pese a la diferencia cronológica, porque, vamos, si me apuran, Jaime era un poco menor que mi papá. En fin. El caso es que a Jaime apenas lo había visto, si mal no recuerdo, unas tres veces en mi vida. En el matrimonio de su hija, en el entierro de su madre (mi tía Pilar), y en el casamiento de otro pariente común.
Así las cosas, cuando Beto me traslada su encargo, le respondo: “déjame ver qué puedo hacer”. Y así, sin pensarlo dos veces, enrumbo hacia la casa del padre del general Jaime Salinas Sedó. A la casa de tío Cholo, o sea, el hermano de mi papá. Tío Cholo era un coronel retirado del Ejército, ex director del colegio Leoncio Prado, correctísimo, altísimo, de unos ojos azules enormes, y de impecables modales, a quien encontré muy abatido. Demasiado. Me partió el alma verle así, la verdad.
Como sea. Estaban todos sus hijos reunidos en la casa, en un ambiente de velorio. Y no exagero. Silvia, una de las hermanas de Jaime, me recibe, cariñosa como es ella, y me ofrece una cocacola. Coco, el hermano mayor de los Salinas Sedó, un tipo extraordinario y entrañable, almirante retirado, me cuenta lo poco que sabe, aunque presumí que sabía un poco más de lo que me estaba contando. Pero bueno. A él le hablo del interés de Caretas. Entonces, con sigilo, me lleva a una sala donde tío Cholo guardaba sus álbumes familiares.
Pilar, la hija de Jaime, quien luego jugó un rol fundamental en la lucha por los derechos de su padre, me ayudó a escoger las fotos. Tomé varias. Bastantes, en realidad. Particularmente me detuve en una en la que Jaime aparecía retratado vistiendo un traje de comando y emergiendo de un tanque con actitud combativa.
- ¿Las devolverán? -preguntó Pili, desconfiada.
- Sí, claro –respondí mintiendo, porque conociendo a la colegada, sabía que aquella posibilidad era, digamos, improbable. Las fotos se suelen perder en el zafarrancho de combate de las redacciones. Es así de simple. Pero claro. No le digo nada de esto a Pilar para no acongojarla más y ahorrarle una angustia adicional. En fin. La cosa es que metemos las fotografías en un sobre manila, y, discretamente, me despedí de todos y me fui a buscar a Beto para entregárselas personalmente, rogándole encarecidamente que no las pierda, por favor, porque mi tío -tío Cholo, o sea- el coronel, el padre del general, apreciaba mucho, muchísimo, sus fotos, sus recuerdos, sus nostalgias.
- No te preocupes, así se lo voy a decir a Ampuero (el editor de Caretas) -dijo Beto, y yo, nada, cumplido el deber, me retiré a descansar.
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En la misma noche de ese largo y extenuante día, y de improviso, Fujimori apareció en la televisión y contó una fábula de aquellas. Narró con dramatismo que lo quisieron asesinar con un fusil, en plan JFK en Dallas. Igualito. Pero que gracias a su eficaz Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) pudo salvar la vida y meter presos a los oficiales insurgentes. Después fue que todos los peruanos nos enteramos cómo pretendió huir, escondido en una maletera, hacia la embajada de Japón. Pero esa es otra historia.
El domingo inmediato, Alejandro Guerrero, en Panorama, el espectáculo bufo del fujimorismo rampante, relató la misma historia oficial pero con imágenes de la camioneta Cherokee que usó Jaime la noche en que lo capturaron, de las radios empleadas, de las casas donde se produjeron las reuniones conspirativas, del maletín donde Salinas Sedó guardaba sus tarjetas de crédito, y de una cantidad de elementos que habían sido incautados y estaban en manos de Montesinos y sus agentes del SIN, y a los que Guerrero había accedido, al parecer, con una facilidad inusitada, insistiendo una y otra vez con la cantinela –o, si quieren, con “el guión”- del “intento de magnicidio”, envenenando de esa manera a la opinión pública.
Y qué quieren que les diga. Pues toda la prensa -con excepción de Oiga, La República, Caretas, Antena Uno y Radio Red- se dedicó a reiterar la especie aquella del “intento de magnicidio” como un disco rayado. Mientras, del general Salinas Sedó y sus colegas y seguidores en dicha aventura, no se sabía nada.
Es recién al día siguiente, lunes, que lo primero que hago es tomar una grabadora con pilas nuevas, un casete, y dirigirme instintivamente al local de la DIFE (la Dirección de Fuerzas Especiales), en Chorrillos, donde tenían detenido a Salinas Sedó, porque entre los datos que nos proporcionó Planas aquella mañana de noviembre de 1992, nos dijo que el líder de la conspiración estaba confinado ahí, aislado, y que con las justas podían verlo sus familiares más cercanos. Desde ahí fue que habló por teléfono con Oiga, porque los despistados custodios lo confinaron en una habitación que tenía un teléfono que estaba operativo.
Supuse entonces que, sin decir que era periodista y mostrando únicamente mi DNI, podía tentar suerte en la DIFE para reunirme con él, arguyendo que era su hijo. Y así fue. Los guardias revisaron mi cédula de identidad, me vieron la cara para constatar que era el mismo de la foto, y uno de ellos le dijo a alguien a través de un walkie-talkie que el general Salinas estaba siendo visitado por su hijo, sin darme tiempo a soltarle la mentira porque el guardia, como ven, se adelantó a que se la dijera. Y yo, claro, tampoco hice ninguna precisión o corrección o atingencia sobre el particular. Y fue así como ingresé.
Uno de ellos me escoltó hasta la puerta que daba a la habitación donde se encontraba Jaime. Y una vez en el umbral, el guardia me dijo:
- Tiene una hora.
- Está bien, gracias -respondí. Y entré, mientras que el guardia, en posición marcial, se quedó vigilando en la puerta dándome la espalda.
Entonces, sin saber muy bien qué decir y con el poco tiempo que tenía, le solté:
- Hola, Jaime, soy Pedro Eduardo (en mi familia, qué les puedo decir, hay quienes me conocen así, por mis dos nombres, en plan novela venezolana), el hijo de Antonio, y he venido hasta acá para ver si me quieres conceder una entrevista para Expreso, para que cuentes lo que pasó, para que des tu versión de lo ocurrido.
La respuesta de Jaime no pudo desconcertarme más. Parecía más interesado en ponerse al día conmigo que en su tema personal. Tal cual.
- Hola, hombre, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu papá? ¿Sigue en Venezuela? ¿Y tu mamá? ¿Y tus hermanos?
Y así. A su lado estaba su prima Rosita Sedó, que era abogada, y observaba con cierto recelo esta inesperada aparición –no tanto de un familiar, sino de un periodista-, hasta que ella también intervino en las remembranzas.
Y yo, que pensé encontrarme con un militarote de rostro adusto, con las manos trenzadas hacia atrás, dando vueltas sobre sí mismo, en círculos, hablando con gravedad, de súbito me quede en babia, y sentí como que estaba en un lonche familiar, o algo así, compartiendo anécdotas sobre asuntos triviales. Hasta que, claro, observé mi reloj y el tiempo corría sin concesiones, rápido. Muy rápido. Le expliqué entonces a Jaime, el conspirador, el motivo de la visita, y que, sorry, no tenía connotaciones familiares, sino más bien periodísticas. Quería -le volví a insistir- una entrevista para Expreso para que cuente su versión y, de paso, le expliqué del nuevo requerimiento de Caretas, ahora a través de Cecilia Valenzuela, quien quería también una entrevista para la revista.
Jaime accedió encantado a ambas cosas, aunque a Rosita no le causó mucha gracia que mi entrevista fuese para Expreso, un diario tímido y condescendiente en sus análisis respecto del gobierno, y que, todo hay que decirlo, le hacía guiños a Fujimori. El temor de Rosita, válido desde todo punto de vista, era que la entrevista pudiese ser editada en contra del general.
Jaime la tranquilizó, le dijo que confiaba en mí (lo cual, para ser sinceros, era un albur, un lance de dados, porque, efectivamente, un editor avieso y fujimorista podía haber hecho de las suyas) y me pidió que comenzara. Y yo, que tenía la grabadora oculta en los calzoncillos previendo una pesquisa en la entrada de la DIFE, tuve que darle la espalda a la suspicaz Rosita para sacar la incómoda grabadora de su escondite. Gajes del oficio, digamos. Y así empezó todo. Como jugando.
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Jaime me pidió después que hablara con Pilar, su hija, para que vea la manera de hacer entrar a Chichi Valenzuela para que le entreviste también (y Pilar, luego, hasta el día de hoy no sé cómo, lo consiguió). Y fue con esas dos entrevistas que la verdad de los militares díscolos empezó, poco a poco, a abrirse paso.
Los audios de ambas entrevistas los propalamos después por Antena Uno. Y poco después, el hijo del general José Soriano Morgan, a quien le decían Pepe, y era un intrépido y astuto marquetero, también se convirtió en una pieza clave para filtrar información hacia fuera, hacia los medios de comunicación.
Ese trabajo que, originalmente, iba a hacer Jaime Salinas López Torres, el hijo de Jaime –en caso el plan fracasara, como, de hecho, fracasó- terminamos haciéndolo, en la práctica -y durante todo el tiempo que duró el enclaustramiento, que supuso además el traspaso a varios penales-: Pepe Soriano y yo. Porque Jaimito, si me permiten llamarlo así a mi sobrino, quien había sido detenido el mismo viernes 13 de noviembre, en la factoría ubicada en la cuadra 44 de la avenida República de Panamá, donde se había producido el debelamiento de la conspiración, había sido acusado por la DINCOTE por delito de terrorismo.
Jaime Jr. pudo huir, más tarde, de su encierro, con una serie de artificios que apelaron a manifestaciones religiosas y alusiones milagrosas atribuidas al padre Urraca, y logró encontrar asilo en la embajada de Argentina, de donde solamente pudo salir en un auto diplomático con dirección hacia el aeropuerto, acompañado de su primo José Antonio Salinas Rojas. Pero esa también es otra historia.
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Resumiendo. Fue una lucha larga y penosa por obtener la libertad la que tuvieron que padecer y librar estos valientes hombres que fueron traicionados por un soplón, o quizá más de uno, pues así son las horas turbias de los iscariotes. Tres años y medio fue lo que duró el tormento.
Tres años y medio de maltratos, de actos canallescos, de vejámenes, de espionaje encendido a través de micrófonos ocultos, de olvidos ingratos por parte de la opinión pública y, por cierto, de la mayoría de los políticos. Aunque, déjenme añadir, hubo excepciones honrosas, de políticos consecuentes y solidarios, que nunca dejaron de visitarlos y de reclamar por su liberación, desde la tribuna de un escaño o desde la modestia de una columna periodística. Sin éxito, claro, porque en ese entonces la oposición a Fujimori, el autócrata del Perú por la gracia de Hermoza Ríos y Vladimiro Montesinos, era una minoría ínfima, casi ridícula.
Alberto Borea, quien luego se vio obligado a pedir asilo en Costa Rica, fue uno de esos pocos. Javier Valle Riestra, otro. Máximo San Román, igual. Alberto Andrade, ídem. Algunos apristas y alanistas, entre los que se contaban Luis Gonzáles Posada, Mercedes Cabanillas y María del Pilar Tello. Hombres de izquierda, como Gustavo Mohme Llona, Nicolás Lynch y Carlos Chipoco. Periodistas como Paco Igartua, Enrique Zileri, César Lévano, Gustavo Gorriti, César Hildebrandt, Iván García, Juan Carlos Tafur, Alberto Ku King, entre los principales. Y algunos pocos liberales, como Javier González-Olaechea, entre los que recuerdo, nunca los olvidaron. Aunque es probable que esté siendo injusto con muchos más. Pero así es la memoria, traicionera.
Otro de los civiles comprometidos con la democracia, que acompañó a estos soldados, fue mi amigo y recordado Pedro Planas, el periodista de palabra tallada, con chispazos geniales e intemperancia vital, quien llegó incluso a bosquejar la estructura de un libro sobre el tema. Los insurgentes. Toda la verdad. Así se iba a llamar la publicación, les cuento. Sin embargo, Planas, que era un águila para estas cosas, no llegó a materializarlo, como tantos otros proyectos suyos.
Alguien con rigor de historiador lo escribirá más adelante, supongo, porque gestas como la que les resumo deben recordarse y reivindicarse siempre, como pretende hacerlo este somero y superficial relato a manera de evocación, cuando van a cumplirse veinte años del intento de contragolpe.
Porque al fujimorismo golpista, vamos, ahora lo condena todo el mundo, pero lo difícil era hacerlo entonces, cuando el autócrata estaba bien arrellanado y entornillado y empernado en el poder, con las instituciones sometidas, y cuando tenía al país metido en un puño.
Pregúntenle si no al general Jaime Salinas Sedó y a sus corajudos amigos. Así que, con estas líneas vaya mi gratitud y reconocimiento como peruano, una vez más, a todos los oficiales que participaron de aquella épica conspiración -abortada e intervenida el 13 de noviembre de 1992- y a sus familiares, quienes siempre estuvieron a su lado. Pues eso.